
De padres argelinos, nació en Marsella y lo llamaron Zinedine. Cuando era pequeño jugaba a fútbol todos los días. Lo hacía en la calle, con sus amigos; se trataba de algo lúdico, nada profesional. Jugaba como lo hacía cualquier otro niño: se trataba de pasarlo bien en un contexto ciertamente difícil. De adolescente supo que quería ser futbolista profesional porque no sabía hacer otra cosa mejor. Sus orígenes humildes lo elevan al género del mito. Eruditos y seguidores del ámbito futbolero lo encumbran a la altura de los dioses del olimpo futbolístico. Y lo equiparan asimismo con otros nombres ilustres de este excelso deporte, tales como Di Stéfano, Pelé, Maradona o Cruyff. El quinto magnífico, le llaman algunos. Quizás no sea para menos.
Los niños sueñan. Son idealistas, románticos en cierto modo. Este argelino cumplió su sueño de infancia, ese sueño que tantísimas personas no logran alcanzar en vida. En su caso, ganó el Mundial. Pero no lo hizo de cualquier manera, ni a cualquier precio. En casa y con sus goles, liderando a su selección. Quizás sea el momento más grandioso de su carrera deportiva. Y de su vida. Efectivamente, él mismo lo reconoce. Pero Zidane ganó muchas cosas más, casi todo lo que se puede ganar en este deporte. De hecho, pocas cosas se pueden decir de Zizou que ya no sepan, máxime si encima son madridistas o seguidores de nuestra Liga.
Al contrario de lo que muchos afirman en la actualidad, no existe el fútbol viejo y el fútbol nuevo, sino el fútbol bien y mal jugado. Zizou fue durante muchos años el máximo exponente del fútbol bien jugado; fue la cúspide, la cumbre, la corona de un fútbol que por desgracia se extingue como una llama que se apaga. Los estertores del balompié bien jugado se aprecian en la comercialización de este deporte; el negocio prima sobre el juego y éste tiende a sistematizarse hasta el aburrimiento primando el aspecto defensivo frente al ofensivo. El ocaso de los ídolos.
Los amantes de este deporte disfrutábamos como críos paladeando el fútbol que exhibía este francés que pese a no haber nacido en un pesebre futbolístico se convirtió con el tiempo en un auténtico profeta del fútbol. Jugadores como éste quedan pocos y están abocados a la extinción. Eslabones perdidos, magos del balón, llevan el fútbol adherido al alma, incrustado en lo más profundo de su ser. Zidane rompía defensas, quebraba las caderas más insignes, daba pases imposibles, resolvía problemas irresolubles, sistematizaba el juego como nadie, empleaba las dos piernas, defendía, atacaba... Ballet y elegancia sobre el césped eran las marcas que le identificaban. En él fondo y forma se equilibraban en una simbiosis casi perfecta; no hacía ni una sola floritura que no tuviese un fin práctico. En fin, fútbol total. De hecho, no jugaba al fútbol, sino que bailaba con el balón al son de una melodía que sólo su cabeza era capaz de entender. Estrellas como ésta son las que iluminan el cielo de este magno deporte. Y de muestra, un botón: